Si no fuera por el caracter religioso que tienen estas fiestas diría que parece que cae sobre nuestras cabezas una maldición divina por la cual el tiempo se comprime (cual viaje a la velocidad de la luz) cuando estamos de vacaciones.
La verdad es que esta vez no han sido vacaciones, más bien un fin de semana largo, aunque lo he percibido tan corto como los habituales.
Está claro que si uno no hace alguna escapadita (pongamos que a la Patagonia) el tiempo vuela ocupado con pequeñas cosas que luego apenas se fijan en la memoria, aunque no niego que fue agradable echar el viernes charlando con unos amigos como si fuéramos adolescentes (nada de hablar de fútbol ni de cine, sólo del objetivo de la vida y la teoría de la relatividad, cosas tan trascendentes como inútiles). No recuerdo cuándo fue la última vez que estuve charlando con alguien (con quién no tuviera derecho a roce) durante horas y horas.
Y aunque tampoco se vaya a fijar en la memoria también mereció la pena ir al cine a ver Syriana, película que no ofrece las cosas masticaditas, quizás porque la realidad es mucho más compleja, pero que da una visión más próxima a cómo son los cosas más que a cómo nos gustaría que fueran.
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