Hacía bastante que no veía un partido de fútbol completo por la tele, pero ante las ganas de sofá que tenía, y con la excusa de que era un final, desconecté hasta la neurona de la PlayStation para pasar dos horas viendo a 22 tipos que cobran una pasta gansa por correr en calzoncillos boxer detrás de un pellejo de cuero hinchado.
La práctica de cualquier deporte me gusta (no he probado el curling, pero seguro que también lo disfrutaría), pero en la tele sólo me resultan entretenidos los resultados (por aquello de la pasión por las estadísticas que tenemos los españoles).
Sin embargo tras acabar el partido la gente se lanzó a la calle desbordada de alegría. Si esto, en sí mismo, es algo complicado de entender (alegrarse con algo con lo que te identificas es razonable, pero salir a la calle a exhibir tu euforia cuando al día siguiente vas a seguir siendo el mismo currante de siempre sin que nada en tu vida cambie...) aún no salgo de mi asombro cuando escuché la celebración en las calles de la ciudad en que vivo, a más de 1000 Kilómetros de Barcelona (no me creo que en Málaga haya tanta inmigración procedente de la Ciudad Condal).
Sin embargo, y dado que los momentos de alegría desbordada que nos da la vida son escasos, no puedo dejar de envidiar a aquellos que son capaces de desbordar su euforia por algo, que en el extremo negativo, tampoco afecta a sus vidas. Es una inversión de poco riesgo: si ganas eres el más feliz del mundo, si pierdes te conveces de aquello de "sólo es un deporte".
Definitivamente querría que me gustara el fútbol, que además esa fuera mi principal preocupación en la vida... y que el día después de las celebraciones siempre fuera festivo (sino no vale).
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